sábado, 4 de diciembre de 2010

jueves, 1 de julio de 2010

martes, 15 de junio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010

miércoles, 9 de junio de 2010

Preámbulo

Mi nombre es José Manuel Pedrós. Nací en Puerto de Sagunto (Valencia), población cosmopolita separada cinco kilómetros de la antigua ciudad romana, y unida a su núcleo histórico desde la 2ª década del siglo XX en que la Compañía Siderúrgica del Mediterráneo construyó en ella la factoría de Altos Hornos.
Las más diversas razas del territorio nacional han tenido albergue en este barrio obrero. Andaluces, manchegos, aragoneses y castellanos se unieron desde 1922 a los valencianos originales y a los vascos, que en 1940 compraron la factoría, trayendo a la zona prosperidad y progreso, hasta que el Gobierno socialista puso cerrojos a los hornos que transformaban el carbón en hierro y en acero.
Ese mar y ese hierro han forjado el carácter de muchos de los habitantes de este pueblo obrero que nos ha cobijado y alimentado durante varias generaciones. Sería a partir de la segunda década del siglo pasado cuando empezó a instalarse aquí la primera generación de porteños, aunque algunos ya habían nacido antes en aquellas primitivas casas de pescadores. Yo formo parte de la tercera generación. Mi abuelo, que nació en Chelva, llegó aquí cuando se construyó la factoría; se casó con mi abuela, que también era de Chelva, y se quedaron en la población. Había empezado a trabajar en la fábrica desde su creación, y cuando murió a los 50 años era capataz. Mi padre empezó a trabajar a los 12 años en A H M (entonces era aún Altos Hornos de Vizcaya), como todos los jóvenes del pueblo, cuya única (y anhelada) salida laboral era la de trabajar en la factoría. Los hornos fueron cerrados tras la reconversión industrial que promovió el gobierno de Felipe González, y muchos de aquellos trabajadores, que se habían dejado la piel y la salud, pensaron, tras aquel gesto, que se cerraba el grifo que les había alimentado a ellos y a sus hijos. La vida terminó para muchos de aquellos, que creían que el pueblo no subsistiría sin la fábrica. La reconversión los dejó en casa antes de la jubilación sin ninguna expectativa clara, y esto minó el espíritu de muchos, que sucumbieron ante el desasosiego y la incertidumbre.
Siempre he sido un gran observador de las gentes, del entorno y de los comportamientos sociales. Quizá mi timidez (muy acusada en la infancia) haya tenido la culpa de ello.
Buscando un futuro laboral estable, estudié Económicas, pero mi inquietud me ha hecho interesarme por temas de índole tan variada como las matemáticas o la parapsicología, la política o la ufología, la historia o la astrología; pero, sin lugar a dudas, lo que siempre, por encima de todo, me ha llenado más, ha sido el arte (sobre todo la pintura) y la literatura.
No sé si soy una persona afable y alegre, aunque lo parezco, y tras unos minutos de conversación me quito la careta trágica y me pongo la de comedia. Creo que ante la vida hemos de ser optimistas, y mostrar siempre nuestro lado más amable y más positivo, para poder contagiar a todos los de nuestro entorno esa actitud, después, los problemas que nos surjan (porque todos los tenemos y nadie puede eludirlos) los arrinconamos en un oscuro trastero de nuestra memoria, para que, si renacen, sea sólo en la intimidad del sueño o del insomnio. No tenemos por qué hacer partícipe a nadie de esos fantasmas que nos acorralan. La vida ya es a veces bastante complicada para complicarla nosotros aún más, por lo que la mejor manera de torearla es con alegría y buen humor. Tampoco sé si mi carácter, de sutil ironía, y dado al humor negro y al retruécano (eso dice mi amigo Miguel), es consecuente; pero sí soy perfeccionista, metódico, ordenado y meticuloso casi hasta un extremo patológico. Tengo un gran sentido del ridículo, y muestro una enorme responsabilidad frente a todo lo que emprendo (aunque esto no está bien que lo diga yo), lo que me ha hecho pensarme muy detenidamente la conveniencia o no de los libros publicados, porque, aunque he escrito hasta la fecha (y estamos en junio de 2010 cuando estas líneas ven la luz) más de veinte libros de poesía, narrativa breve, novela y viajes, sólo he publicado dos novelas y un poemario, además de algunos artículos sueltos y algunos poemas y cuentos en varias antologías y revistas literarias.
Trabajé, igual que Kafka, en una compañía de seguros, y, como le ocurrió al escritor checo (salvando las distancias, por supuesto), lo onírico ha tenido siempre una influencia enorme en todo lo que he escrito, hasta el punto de levantarme algunos días a las 4 o las 5 de la mañana, tomar nota de lo que había soñado o de lo que rondaba por mi cabeza, y volver a dormirme, pensando, al día siguiente, cómo era posible que aquello lo hubiese escrito yo.
Vivo en la playa de Canet d'En Berenguer, y formo parte del club de lectura de la Biblioteca de Canet y del consejo de redacción de la revista cultural Amaranto.
¿Que más puedo decir para empezar? Poco más. Dejaré este preámbulo con puntos suspensivos, y seguiré más adelante, cuando las fuerzas o las musas crean que debo continuar.